En los últimos tiempos  se puede observar un curioso fenómeno de saturación del término “cultura”, aplicado a no importa qué actividad se trate, como si la cultura fuese un denominador universal que explica y adjetiva cualquier hecho o manifestación humana y social. Da igual que la actividad sea gastronómica, folklórica, cinematográfica, escénica, taurina, artística, festiva, musical, literaria, lúdica, recuperadora de tradiciones y de la  memoria, divulgativa,   un mero  acto de sociedad relacionado, o una noticia en los mass media y redes sociales  comentando algo de todo  lo anterior, basta con aplicársele el membrete “es cultura” para quedar justificado.

En realidad se provoca una confusión, por la cual, de forma deliberada unas veces e ignorantes otras, asistimos a una mezcla  que no distingue entre la disparidad de medios empleados, la existencia  o no de algún proceso creativo, la diversidad de objetivos, motivaciones e intereses, las distinciones que puedan establecerse entre los  participantes, destinatarios o públicos (si el destinatario o creador es individual o colectivo, etc)…Quizá con estas consideraciones estamos ya  intentando delimitar el campo de lo cultural, aunque quede muy en el aire cuál sería la esencia  que identifique una determinada manifestación y expresión humana como un hecho cultural.

 Hay una lúcida distinción de Ortega y Gasset entre la cultura y lo que él denomina vida espontánea. La vida espontánea se referiría a aquellas expresiones humanas más relacionadas con el ser biológico y con  nuestra pertenencia a la naturaleza. Aunque la vida espontánea  se constituya  en  el origen y la referencia de nuestras manifestaciones culturales, en realidad la cultura se define en oposición a la naturaleza, separándose de  ella, sobre todo  en Occidente, a través de un proceso histórico. La cultura es un mecanismo  de creación y producción  de formas simbólicas,  al tiempo que asegura su pervivencia. Estas formas precisan ser reconocidas, lo que supone la existencia de un elemento clave en la cultura occidental: la institución. De hecho, para Ortega, las instituciones son el rasgo característico de nuestra cultura. Son ellas las que están detrás del refinamiento y complejidad alcanzada artística y estéticamente a lo largo de siglos en Europa especialmente. Cuando hablamos de instituciones nos estamos refiriendo al Arte, a la Historia, a la Literatura, al Teatro, a la Música, el Deporte…además del Estado, la Justicia, la Iglesia, la Universidad, la Biblioteca, el Museo…Es decir, estamos hablando de mecanismos suprapersonales y supratemporales que garantizan el reconocimiento de las sociedades en lo que llamamos cultura. Y siguiendo esta lógica  no podemos concluir que una determinada manifestación o expresión sea calificada de cultura si no puede relacionarse a una institución

Pero en la reflexión orteguiana falta un elemento, a su vez histórico, que ha terminado por configurar lo que percibimos como cultura. Este elemento no es otro que el capitalismo. Es la definitiva invasión e infiltración del capital en todas las manifestaciones y formas que adopta la vida humana, el que acaba convirtiendo en mercancía la cultura. Y precisamente es la  estructuración de todo el sistema cultural sobre  las instituciones el que ayuda al proceso de mercantilización, pues hace más fácil aún, no sólo la suplantación, sino también la ocultación.

Estamos, pues, ante una paradoja, la de que la vida espontánea de la que hablábamos parece indicar una cultura más auténtica que la que a la que nos convocan los actos denominados culturales. El presente define la cultura y  hay un tema de nuestro tiempo para cada generación, podríamos decir también con Ortega y Gasset: decidir cual es nuestra cultura, es justamente el tema a resolver.

Joaquín Medinaes el gerente de Conexión Cultura